La Esperanza es una vereda anclada en una montaña de El Carmen de Viboral (Oriente de Antioquia), a unos 45 kilómetros de Medellín. Sus primeros pobladores mestizos se establecieron en ese territorio a partir de la década de 1930. Desde su llegada, se dedicaron a la agricultura, la ganadería y la búsqueda de tesoros abandonados por los indígenas tahamíes.
María de la Cruz Hernández, próxima a cumplir 71 años, es heredera de esos pobladores mestizos. Por eso, los recuerdos de cada etapa de su vida están atados esa vereda y a su casa, rodeada de heliconias y cultivos de fríjol, plátano, yuca y café. Para ir allá, hay que cruzar un puente que está junto a la autopista Medellín-Bogotá y subir 15 minutos por la orilla del río Cocorná.
Recuerda que su esposo Andrés Antonio Gallego vendió cinco terneros, en la década de 1970, para comprar aquella casa donde nacieron sus 12 hijos. “Era una finquita abandonada: estaba en el monte, con el techo de teja y las paredes de tapia caídas. Pero nosotros trabajamos duro hasta que ya la manteníamos que temblaba de frisol y maíz”.
Años después, el padre de sus hijos sería uno de los últimos pobladores en ser detenido y desaparecido, entre el 21 de junio y el 27 de diciembre de 1996, por integrantes de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio (ACMM), al mando de Ramón Isaza. Por esos días, desaparecieron al menos 12 campesinos –entre ellos tres menores– y asesinaron a otro “por ser colaboradores o simpatizantes de la guerrilla”.
Desde la tarde de ese 27 de diciembre, cuando paramilitares se llevaron a su esposo “para hacerle una reclamación”, las lágrimas no han cesado de rodar por las mejillas de María de la Cruz. Entonces, asumió la responsabilidad de continuar criando sola a ocho niños; en algunos momentos lejos de su terruño por la misma acción de los grupos armados que la obligaron a desplazarse de su vereda en tres ocasiones.
Estuvo divagando con sus hijos por los municipios de Cocorná, San Francisco y el caso urbano de El Carmen de Viboral durante el año 2000. Por esa época, retornaron a su casa dos veces: en la primera, solo estuvieron ocho días hasta que recibieron una nota amenazante; y en la segunda, regresaron a quedarse “ya resueltos a todo, así fuera a sobrevivir comiendo caña y plátano sancochado”.
Otros pobladores de La Esperanza también se desplazaron por el accionar de los grupos armados y, meses o años después, retornaron con sus familias decididos a quedarse. Ella, particularmente, tuvo que reconstruir su casa con el dinero que recibió por reparación a víctimas, porque “cuando esa violencia, la abalearon toda y me la volvieron miseria”. También tuvo que revivir sus cultivos.
Minería e hidroeléctricas “revictimizan a la comunidad”
Por todo el esfuerzo que María de la Cruz, su hijos y sus vecinos invirtieron en la reconstrucción de sus fincas y sus proyectos de vida –inclusive a pesar de la ausencia de sus muertos y desaparecidos–, les cuesta ahora permitir que ingresen proyectos minero-energéticos a su vereda. Los ven como amenazas para su territorio y su permanencia allí.
Flor Gallego Hernández, habitante de la vereda, esposa de uno de los desaparecidos e integrante del Movimiento Social por la Vida y la Defensa del Territorio (Movete), afirma que “hay una amenaza grandísima al territorio por la construcción de pequeñas hidroeléctricas en el río Cocorná, con el cual limita la vereda, y la explotación minera en el cerro de El Picacho”.
Al respecto Sebastián Naranjo Agudelo, integrante de la Corporación Cocorná Consciente –que hace parte a su vez del Movete–, señala que efectivamente “hay tres proyectos hidroeléctricos sobre el río Cocorná: Cocorná 1, Cocorná 2 y Cocorná 3. Consiste en pequeñas centrales hidroeléctricas, que producirían entre 7 y 20 megavatios, según la empresa que lo presente y los cálculos que hagan”.
Agrega que, de esos proyectos que están en el límite entre los municipios de Cocorná y El Carmen de Viboral, “Cocorná 2 y 3 pararon a mitad del año pasado a partir de la presión de la comunidad, de su demanda por el incumplimiento de los términos de las empresas. Pero son proyectos que están ahí latentes, que fueron archivados pero que las empresas podrían volver a presentarlos y reactivarlos”.
También afirma que hay otro proyecto derivado. “Obviamente donde se produce la energía, tiene que salir. Entonces ahora se está construyendo lo que se llama la línea de transmisión San Lorenzo-Sonsón. Ya construyeron en los sectores de El Popal, San Matías y El Molino. Entonces para poder cruzar esas líneas, deben intervenir en veredas cercanas”.
Y respecto a los proyectos mineros, dice que “siempre se ha hablado de que en ese sector hay oro, de que la AngloGold Ashanti ha hecho investigaciones. Y hay un documento donde esa compañía renuncia a eso, a la exploración, pero lo podrían retomar otros. De hecho, las comunidades dicen que han llegado helicópteros a hacer perforaciones, que llega gente rara. Entonces, se mantienen muy alertas”.
Tanto él como Flor coinciden en que esos proyectos minero-energéticos generan impactos en las comunidades y sus territorios, dando paso a una revictimización “por desarrollo”. Ya lo vivieron en décadas anteriores cuando los grupos armados precedieron la construcción de represas y el tramo de la autopista Medellín-Bogotá que atraviesa el Oriente de Antioquia.
“Algo claro es que muchos de los lugares que han sido grandes escenarios de violencia por grupos armados, paramilitares por ejemplo, es donde se terminan haciendo megaproyectos de infraestructura o de extracción, como minería o hidroeléctricas”, comenta Sebastián, quien se ha reunido con pobladores de La Esperanza para hablar al respecto.
“Esta es una región que ha sufrido todos los patrones de la guerra. Y creemos que eso ha tenido relación con el desarrollo de megaproyectos. Entonces nosotros, que somos una comunidad pequeña y victimizada, no queremos que se nos venga otra arremetida a nuestro territorio, mientras el Gobierno encargado de repararnos no hace nada para protegernos”, manifiesta Flor.
Proyectos generan afectaciones a la comunidad y su territorio
A través de la Corporación Cocorná Consciente, Sebastián ha documentado algunos de los impactos que generan los proyectos energéticos en las comunidades y sus territorios. En el artículo Afectaciones de las represas, centrales hidroeléctricas (CH) y pequeñas centrales hidroeléctricas (PCH) en el oriente antioqueño. Un pequeño recuento, las divide en ambientales, socioculturales y económicas.
Afectaciones ambientales. Captación (aproximadamente 75%) y desviación del río, lo que redunda en la reducción del caudal, sedimentación y eutrofización del agua. A su vez, esto conduce a alteraciones en el ecosistema de las especies acuáticas, provocando ahogamientos y alteraciones del proceso migratorio de los peces que podrían ser alimento para los pobladores.
Afectaciones socioculturales. Privatización de predios y desaparición de los “charcos” o balnearios, que sirven como espacios de encuentro y relacionamiento. Además de ello, la llegada de los obreros que construyen los proyectos ocasiona aumentos de población y, con ello, insuficiencias en el acceso a servicios y fomento de problemáticas sociales. Todo esto afecta la calidad de vida de los pobladores.
Afectaciones económicas. Disminución de recursos como el agua, indispensable para las labores agropecuarias, y cambio de la vocación de grupos de pobladores, que antes se dedicaban a las labores del campo y pasan a ser mano de obra de los proyectos. Algunos de ellos no regresan a las fincas sino que emigran para seguir siendo obreros. Eso conduce a un proceso de descampesinización.
Además de esas afectaciones, Flor complementa que los proyectos minero-energéticos pueden limitarles el acceso al agua a los pobladores, debido a que esta se profundiza o se reduce el caudal. Eso les genera dificultades porque la requieren para sus cultivos, los lavaderos de carros en la autopista, etc. Sumado a eso, creen que los pondrán a pagar el agua que hoy toman libremente de las fuentes hídricas.
Pero más allá de todo lo anterior, considera que lo que más les preocupa en La Esperanza es llegar a ser víctimas del “desplazamiento por desarrollo”. Porque dice que “donde hay riqueza hídrica y aurífera, las empresas consiguen licencias para entrar y desplazar a las comunidades; les compran sus tierras para que se vayan, pero con ese dinero no les alcanza para reconstruir sus proyectos de vida en otros territorios”.
La reparación colectiva no incluye protección del territorio
Al respecto Sémida Cardona Giraldo, esposa de otro desaparecidos y hermana de uno más, expresa que para las víctimas “la reparación colectiva ha sido un proceso frustrado y una pérdida de tiempo, porque ha habido cuatro encuentros con funcionarios de la Unidad para las Víctimas, el último de ellos en diciembre de 2016, sin que se haya llegado a un acuerdo.
Aun así están motivadas por hechos como el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, divulgado el pasado 30 de noviembre, que le endilga al Estado responsabilidades por “el apoyo y la aquiescencia prestados por agentes de la fuerza pública al grupo paramilitar”, y reafirma que “debe darle continuidad al proceso colectivo con las víctimas de La Esperanza, hasta que se acuerden y ejecuten las medidas de reparación”, comenta Claudia.
De hecho, el documento de la Corte plantea que “su sentencia constituye per se una forma de reparación”. En ese sentido ordena medidas como una investigación plena de los hechos victimizantes, una búsqueda rigurosa para determinar el paradero de las víctimas, acceso a educación superior para los hijos, acompañamiento psicosocial, un acto público de reconocimiento, un monumento en memoria de las víctimas, etc.
Aunque esas medidas efectivamente conducen a cierto nivel de reparación para los pobladores de la vereda La Esperanza, no incluyen –ni si quiera como recomendación– acciones para proteger el territorio campesino de proyectos minero-energéticos que, insiste Flor, “revictimizarían a una comunidad que, a pesar del conflicto armado, retornó para revivir sus finquitas y defender sus tierras”.
De ahí que pobladores como María de la Cruz levanten la voz para reclamar que “no nos toquen el agua del río”, sostener que “no vamos a vender nuestras tierras”, rechazar los daños al medio ambiente (fauna y flora), pero ante todo para exigir que “nos dejen el territorio como lo tenemos”.