Inicio Bajo Cauca “El Invento” y “El Monstruo” de Tarazá

“El Invento” y “El Monstruo” de Tarazá

“El Invento”. Así lo llama Manuel*. “El Invento” es la coca y la coca alimentó “El Monstruo”. Si hay Ejército y Policía, dice, ¿por qué El Monstruo sigue creciendo? ¿Acaso no lo buscan? ¿Será que por eso cada vez es más grande?

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A Manuel se le dan mejor los eufemismos. Aunque no lo dice, sabe que “El Monstruo” son los paramilitares, los que nunca se fueron del Bajo Cauca. Al fin y al cabo, lo que sucedió fue un cambio de nombre, una mutación y una división: Bloque Mineros, Rastrojos, Paisas, Águilas Negras, Caparrapos, Clan del Golfo, Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC).

Dice que “El invento” lo empezaron a sembrar hace tres décadas y que ahora está en las zonas altas de Tarazá. Incluso hubo una época no muy lejana en la que la coca era como el café, abundante y al bordo de autopistas y carreteras, a la vista de todo el mundo, hasta que llegaron los erradicadores o del cielo les lanzaron el veneno que acabó con coca, cacao, yuca y maíz. Todo por igual. Quien lo creyera, agrega Manuel, “los últimos 30 años han sido muy duros”. En todo ese tiempo hay una historia que se repite: “El Invento” lo siguen sembrando y “El Monstruo” sigue creciendo.

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Manuel nació en Ituango y, como cientos de personas de Briceño y Sabanalarga, pueblos de las montañas, siguieron el camino que abrió el río Cauca, bajaron de la cordillera, siguieron el cañón del río y se encontraron con la llanura, con el río gigante, inundando humedales y rebosante de bagres y bocachicos. Tumbaron monte y construyeron sus casas en baldíos de la nación o en grandes haciendas que luego fueron veredas, partidas en cientos de pedazos.

Hoy son La Caucana o El Guáimaro o El Doce, corregimientos de Tarazá y famosos en los medios de comunicación, así como lo fueron San Carlos o Granada. Sus nombres hoy son sinónimo de guerra. Pero no hace cuarenta años, cuando Manuel, Rosalía y Betty buscaban tierra, buscaban otra vida, buscaban su progreso. Incluso, habían huido de otros pueblos de Antioquia por la violencia misma, ya fuera la de liberales y conservadores o la de las guerrillas contra el Estado. Y se encontraron con veredas “de mucho ambiente”, con fandangos en el clima abrasador y con caseríos, veredas y corregimientos en donde había gente de Córdoba y Sucre, de Urabá y del Norte y Nordeste de Antioquia. Es que eso es el Bajo Cauca, como el Urabá mismo, la región donde se mezclaron los montañeros y los sabaneros, la gente de las tierras altas y la gente de las tierras bajas de los ríos Sinú y San Jorge, los indígenas, afrodescendientes y mestizos.

El Bajo Cauca también es un invento, un experimento. Una mezcla de gentes de todos lados, una tierra donde conviven minería legal e ilegal, donde las montañas se pueblan con coca y en donde paramilitares, guerrillas y Ejército se disputan (aunque a veces se alían) con políticos, mineros y ganaderos el control de un territorio que parece indomable. A lo mejor, un lejano oeste donde se impone el más fuerte. Acaso ese sea también “El Monstruo”.

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¿A dónde más se busca la gente de Tarazá si no es en su pueblo? Manuel dice que hay que buscarla en la ruta que va camino a Medellín o en Urabá o en Córdoba o en Sucre o en Cali o en Pereira. A lo mejor sea exagerado, pero lo que sí es cierto es que, en solo tres años, entre 2018 y 2020, de este pueblo se desplazaron más de 16 mil personas, casi el 32% de los desplazados desde 1985, según la Unidad de Víctimas. Casi quince personas por día. Quince.

Deberían ser más sus habitantes, pero en la vereda La Unión, del corregimiento Puerto Antioquia, hoy solo viven 30 de las 80 familias que conoció Betty. Allá, la vereda Cañón de las Iglesias apenas la habitan unas seis familias, cuando tuvo 80. La vereda Urales, de El Guáimaro, pasó de 78 familias en 2007 a 14 en 2020. O en la vereda San Agustín, en La Caucana, quedaron 15 familias de las 50 que tuvo. Las familias que décadas atrás llegaron colonizando y tumbando monte, hoy también huyen en silencio, sin dejar rastro. Es un desangre, un desarraigo.

En 2011 en Japón hubo un terremoto y un maremoto que devastó una ciudad pequeña de nombre Otsuchi. Un sobreviviente construyó una cabina telefónica en donde los supervivientes iban, marcaban un número y le hablaban al familiar que perdieron y que nunca encontraron. Lo llaman El teléfono del viento y no está conectado a nada. Acaso ellos encontraron una forma simbólica de comunicarse con los suyos, pero en Tarazá, en sus corregimientos La Caucana, El Doce o El Guáimaro, la gente huye sin dejar razón. ¿A dónde fueron? ¿Cómo encontrarlos? ¿Algún teléfono al cual marcar?

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Son muchas historias, las de las veredas y corregimientos. Pero hay un relato compartido, algo que sucedió más o menos así. Los montañeros y sabaneros coincidieron en las nuevas tierras taraceñas y desde los años setenta se organizaron en Juntas de Acción Comunal (JAC), que luego perdieron fuerza cuando sus líderes fueron amenazados y estigmatizados por los grupos armados.

En 1977 el papá de Rubén*, oriundo de Ituango, organizó a las 12 familias de la vereda Urales, en El Guáimaro, y creó la JAC, desde donde impulsó la construcción de la escuela y la casa comunal, abrieron caminos y mejoraron las trochas. Es historia conocida por los viejos que los primeros en aparecer en el Bajo Cauca fueron el Ejército Popular de Liberación (EPL), grupo al que le siguió el ELN y luego las Farc. Enrique*, un líder de La Caucana, dice que fue a finales de los 80 cuando “comenzó una generación de violencia”, con la muerte de José Honorio Rúa Rojas, quien creció en la vereda California de La Caucana, y Luciano Velásquez, elegidos concejales en Tarazá por el partido Unión Patriótica y asesinados por paramilitares el 21 de septiembre de 1988, el mismo día en el que también asesinaron a Carlos Augusto Lucas, presidente de una JAC.

Es que las JAC fueron muy importantes. Dice Enrique que en la vereda California cada dos o tres meses hacían fiestas comunales para recoger fondos, tenían un kiosco en el que cabían 300 personas, incluso hacían campeonatos de fútbol en el que participaban varias veredas; que hacían convites para organizar los caminos o que se juntaban cuando alguien iba a construir una casa.

Pero llegó el miedo, los primeros asesinatos y las amenazas a los líderes de las JAC. Empezaron los combates entre guerrillas, soldados y paramilitares, y los habitantes de California, en donde había estado la Unión Patriótica, fueron señalados de colaboradores de la guerrilla. “Empezó la persecución”, señala Enrique. La JAC dejó de funcionar entre 1990 y 1995, sus líderes fueron desplazados o asesinados, como el profesor Bernardo Cano. Fue en 1995 cuando Enrique revivió la JAC y fue su presidente hasta el 2000. Es que, en ese año, los paramilitares eran los amos del Bajo Cauca, controlaban la región, quién entraba y quién salía, incluso persiguieron tanto a los líderes, que el corregimiento La Caucana, hasta hoy, no tiene JAC. En principio, los paramilitares se reunían con los líderes y los dejaban trabajar, pero si “resaltaban mucho y reclamaban los derechos de las personas nos volvíamos enemigos de ellos”.

“Inclusive yo fui objetivo militar de los paramilitares”, dice Enrique, “entonces alguien me comentó: hermano, a usted como presidente nosotros lo queremos mucho y no queremos que le pase nada. Vienen a buscarlo. Entonces yo emigré, yo no lo voy a negar, yo sentí temor, yo dije: a mí me van a matar”. Y se fue para Medellín por dos años. La violencia que le siguió obligó al desplazamiento de la gente. Si alguien fuera a visitar su vereda, dice Enrique, encontraría las bases de la iglesia que iban a construir. “Levantamos los muros que quedaron de un metro de alto, con bases y muros de adobe. Como dice la Biblia, no quedó piedra sobre piedra”.

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“En el año 1983, de donde yo tengo la memoria, yo pisé esas tierras, era una tierra totalmente productiva de pancoger, no existía coca, había una serie de familias campesinas, que los cultivos de ellos era maíz, frisol, arroz y yuca. Yuca no tanto para vender sino para cuidar cerdos y ellos sacaban a La Caucana; la rentabilidad ahí venía más de los cerdos y el maíz”, recuerda Enrique.

“Vivíamos del maíz y de cacao, y de los marranitos. Esa era la renta que había allá. En ese entonces no había “El Invento”. Cuando “El Invento” llegó fue donde se revolucionó todo. Ese fue el invento de la coca”, dice Manuel*.

“El Invento” apareció en los años noventa. Enrique dice que con él “comenzó a cambiar la cultura”. Esos cultivos estaban escondidos, pocos podían ubicarlos. Los cultivos crecieron más a mediados de esa década con la llegada de los paramilitares desde Córdoba y Urabá.

“Si nos ponemos a mirar, no fue la guerrilla, no fue el conflicto armado el que sacó las familias, sino el cambio de cultivos, los cultivos de coca cambiaron todo”, recuerda Enrique. Así empezó la degradación de las veredas, dice, citaban a reuniones de las JAC y los campesinos cocaleros decían que “estaban ocupados”, cuando antes hacían trabajo comunitario.

Betty* escuchó a su papá y a un tío hablar de la coca. La primera semilla era “la pajarita”, luego una mejor, “la cuarentana”, y después “la peruana”. Pero llegaron las fumigaciones y las erradicaciones y la coca disminuyó en poco tiempo. ¿Que por qué no se desplazaron en los años dos mil cuando el conflicto era cruento? Había coca, entonces había trabajo. Plata.

“Cuando ya vimos la oportunidad del programa del PNIS, (Programa Nacional de Sustitución Voluntaria de Cultivos Ilícitos), entonces nos acogimos casi todos, porque hubo personas que quisieron mejor quedarse con esos cuatro palos que acogerse al programa”, dice Betty. Llegaron los primeros pagos, pero no los proyectos productivos.

Enrique fue uno de los líderes que se sumó al PNIS, “fui de los que apoyé mucho eso, pensando que el Gobierno nos iba a apoyar el 100% para que el campo pudiera volver a tener productos agrícolas y comida, pero el Estado tampoco ha sido el mejor ‘acompañador’ (sic) para el campo”.

El Gobierno firmó el Acuerdo de Paz con las Farc y la violencia histórica del Bajo Cauca disminuyó drásticamente. En Tarazá los homicidios bajaron a un dígito, no hubo personas desaparecidas en tres años y creció el optimismo con la sustitución de la coca.

Pero Colombia es el país que promete para el hoy y no para el mañana, el Gobierno no cumplió con los tiempos de la sustitución de cultivos ni con el dinero ni los proyectos productivos, y los grupos paramilitares retomaron el Bajo Cauca. Y llegaron los últimos tres años. Ha sido tan fuerte el conflicto que Rubén dice que antes de esta época todo “estaba bueno”, con lo grave que fueron los años dos mil. “Los años más duros son los últimos tres”, dice. “Es que nunca he sentido tanto temor y zozobra como ahora. El territorio está partido, no puedo ir a El Doce porque allá manda otro grupo”, agrega.

“Entonces nosotros sí tenemos mucho dolor en la zona”, dice Enrique, “y mucha tristeza cuando nos preguntan qué tanto impacto tuvo la violencia o el conflicto en la salida de nuestros seres queridos o nuestros compañeros campesinos, cuando nosotros nos damos cuenta de la economía, por una parte, del abandono del Estado el 100% y los grupos al margen de la ley tratando de organizar y cuadrarse ellos en estas tierras al paso que den, sin importar a quién se llevan”.

Y remata: “entonces sí sabemos que vivimos en medio de una guerra que no estamos preparados para pelearla, ni para defendernos”.

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La suma empieza con la cifra de 1985: 21+16+14. Más adelante aparecen los números de finales de los noventa y principios de los dos mil: 203+215+235. Al final, un resultado: 3.852 personas asesinadas en Tarazá en casi cuatro décadas. El número de habitantes de Armenia Mantequilla, en Antioquia; Chaguaní, en Cundinamarca, o Elías, en Huila.

Según la Unidad de Víctimas, en Tarazá hubo196 ataques, combates y atentados terroristas desde 1985, 1.328 personas desaparecidas y 45 jóvenes reclutados. Aunque el Observatorio de Memoria y Conflicto dice que fueron 139 niños y adolescentes que no fueron a la escuela, a las que “El Monstruo” se las tragó.

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¿Qué puede cambiar todo esto?

Betty: “Yo pienso que ha sido más que todo ese abandono del Estado el que realmente ha incrementado tanto la violencia. Mire que hoy en día en el Bajo Cauca no es un secreto la historia de que muchos jóvenes por el desempleo y todo eso es que se unen a los grupos armados. ¿Por qué? Por falta de oportunidades, porque no hay apoyo para estudiar”.

Enrique: “La paz se construye con una buena educación, con una buena libertad de expresión y más que todo con buenos proyectos de sostenimiento económicos, donde la gente pueda decir: ‘yo trabajo y mi trabajo es digno para mantener mi familia’. Pero más que todo la libertad de poder andar por mis tierras, mis caminos, mis fincas, mis veredas, sin que una mina me vaya a romper”.

Rosalía: “Generar empleo y educación. Yo lo digo porque lo vivo: mi hijo salió de bachiller y no sabe qué hacer, porque aquí no hay universidades. En La Caucana no hay estudio siquiera de técnicas, ni en El Doce. Entonces yo digo: ¿qué hace un pelado? ¿Estar por ahí haciendo nada? Si aquí hubiera empleo y oportunidades, todo sería un poquitico más distinto”.

Manuel: “La única reparación es que el Estado entre”.

*Los nombres reales de las personas entrevistas fueron omitidos para preservar su seguridad.

Juan Camilo Gallego Castro
Periodista de la Universidad de Antioquia. Autor de los libros "Aquitania. Siempre se vuelve al primer amor" (Sílaba Editores, 2016) y "Con el miedo esculpido en la piel" (Hombre Nuevo Editores, 2013). Algunas de sus crónicas han sido publicadas en Frontera D (España), El Espectador, Verdad Abierta, Pacifista!, Universo Centro y Hacemos Memoria.