Una luz amarilla ilumina la fotografía de María Graciela Arboleda, una luz amarilla ilumina la fotografía de Héctor Correa. La presentadora lee en el auditorio de la Casa de la Memoria de Medellín los nombres de 19 personas asesinadas.
Cada imagen destella y alrededor un silencio expectante. Los familiares van al frente al escuchar el nombre de su ser querido asesinado por paramilitares y miembros de la fuerza pública en las masacres de El Aro y La Granja en Ituango. Mientras, el presidente Gustavo Petro hace zapping en su celular, luego levanta la mirada hacia el auditorio y toma de cada extremo un esfero azul a la par que aprieta sus labios.
—¡Qué tristeza, cierto!— dice una mujer de Ituango entre el público.
Esto es tan absurdo como sobrecogedor. En 2006 la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano responsable de las masacres que militares y miembros de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu), conocidos como los ‘mochacabezas’, hicieron en estos corregimientos de Ituango, en Antioquia, el 11 de junio de 1996 y entre el 22 y 30 de octubre de 1997.
Absurdo porque Álvaro Uribe Vélez, gobernador de Antioquia cuando sucedieron las masacres, era presidente de Colombia en el momento en que el Estado fue condenado. Como ordenaba la sentencia debía haber un acto de perdón que él no quiso hacer en el 2006, ni los presidentes que le siguieron: Juan Manuel Santos e Iván Duque.
En el auditorio estaba Gustavo Petro, dieciséis años después de la sentencia, esperando el momento de pedir perdón a las víctimas en nombre del Estado, “porque fueron asesinados por un Estado asesino”, porque, como lo diría más tarde, “la omisión y la acción del Estado fue partícipe de la matanza”, porque “el Estado asesinó a su propia ciudadanía”.
Sobrecogedor, porque luego habrá un mar de llanto, un llanto tímido incluso, pero un llanto y un dolor que les fueron prohibidos a los familiares de las víctimas durante las masacres. ¡Les prohibieron llorar! Quien lloraba, moría. Ahora es inevitable llorar o sobrecogerse ante los rostros iluminados, ante el coro de voces que vendrá, ante el llanto que no está prohibido expresar.
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María Victoria Fallon sonríe poco. Sus gestos fuertes, el cabello corto, el cuerpo espigado. Es abogada del Grupo Interdisciplinario de Derechos Humanos (GIDH), la organización que llevó el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Se detiene ante el atril y toma un poco de agua. Luego el saludo es largo y protocolario. Después se desboca, como si llevara una vida esperando este momento.
—Llevamos 16 años preguntándonos qué le cuesta a un presidente de la república reconocer la responsabilidad de Estado y pedir perdón. ¿Qué le costaba a Álvaro Uribe Vélez, que fue el presidente al que notificaron la sentencia en 2006, reconocer esta responsabilidad y pedirles perdón a las víctimas? Le costaba admitir que estos terribles hechos y otros de igual gravedad ocurrieron en Antioquia durante su gobernación; reconocer que los campos se tiñeron de rojo por las acciones de las Convivir que él promovió.
La voz de María Victoria no flaquea, no duda, no se detiene. Dice que pedir perdón no solo es un compromiso jurídico sino ético y moral con los niños que vieron matar a sus padres y que crecieron con ellos, entre ausencias, un compromiso con esos niños que perdieron el rumbo y quedaron a la deriva, es un compromiso ético y moral, insiste, con las familias que no pudieron derramar una lágrima mientras les mataban a los suyos. Por eso está ahí, hablando en nombre de los 207 familiares de las personas masacradas.
Y entonces recuerda a Jesús María Valle, el abogado itangüino, el defensor de derechos humanos que señaló con nombre propio la responsabilidad del Ejército en las masacres. Y dice que su muerte sigue impune, que cada presidente de Colombia fue teniendo “razones sin razón” para negar la única verdad: que el Estado usó su poder contra quienes debía proteger.
—Lo que Jesús María Valle dijo era que, en Antioquia, entre 1996 y 1997, las Convivir, la Cuarta Brigada y agentes de Policía actuaron en connivencia para asesinar, violar, desplazar y acusar a las víctimas de guerrilleras.
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Lorena Villa, vestido mandarina, dice que tenía trece años el día que mataron a su hermano Guillermo de Jesús.
—Recuerdo que tenía trece años, era martes a las 4:20 de la tarde, llegaron dos camionetas llenas de hombres encapuchados y armados.
Su hermano trabaja en la construcción, tenía 24 años, estaba casado, era padre de un hijo, uno de esos hijos huérfanos que hoy es médico.
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Miladys Restrepo, lentes redondos con marco dorado, blazer blanco y saco negro, era hermana de Wilmar. El sábado 25 de octubre de 1997 los paramilitares se llevaron a Wilmar. Él les rogó que no lo mataron, que en su casa esperaba su madre por él. Suplicó, porque era lo único que le restaba. Suplicó. Lo mataron. Dijeron que era un guerrillero.
El cuerpo de Wilmar, que era un campesino, lo montaron en una mula y lo llevaron a Puerto Valdivia para enterrarlo. Con él salió su familia, atrás quedó El Aro con 42 de sus 60 casas incendiadas por los bárbaros.
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Juan Alberto Múnera va a llorar, va a guardar silencio, va a pedir perdón por llorar.
Cuando mataron a su papá, Juan Modesto, los hombres que lo acompañaban les dijeron a los paramilitares que no sabían a quién habían matado. Ah, les dio mucho pesar, dijeron los bárbaros. Luego dispararon. Juan Alberto hace un silencio.
—Al asesinar a mi padre… — se detiene, no puede seguir, alguien le acerca un vaso de agua. Toma aire, lleva una mano a su cara y se cubre. Entre el silencio irrumpen distintos llantos en el auditorio, en las primeras filas donde están los familiares de las víctimas. Un llanto fuerte allí, otro más leve. Él vuelve a intentarlo —, no solo acabaron con la vida de él, también con la de mi madre, mi hermana, que lo vieron en el suelo, muerto, sin poderlo llorar.
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María Oliva Calle no quiere pensar en el pasado ni narrarlo, ya lo contó muchas veces, ya repitió la historia del esposo y padre de sus ocho hijos asesinado.
—No quiero ir hacia atrás y hablar de mi esposo, quiero pensar en el presente —luego mira a Gustavo Petro—: tengo la esperanza de que usted será el mejor presidente para nosotros las víctimas de Colombia.
El aplauso retumba en cada fila.
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Miryam Lucía Areiza es la hija de Aurelio Areiza, el dueño de las dos únicas tiendas de El Aro. Muchas historias se contaron de él, que lo torturaron y lo mataron el 26 de octubre de 1997.
—Es doloroso recordar cómo torturaron y asesinaron a mi padre. Quiero resaltar que Marco Aurelio era un hombre altruista, un líder, un creyente de la Virgen del Carmen.
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Gustavo Petro pedirá perdón, dirá que un Estado asesino mató a sus propios ciudadanos y que un mismo Estado convirtió en enemigo a una parte del país.
Lee los hombres de las víctimas, estira sus brazos y deja sus manos a cada lado del atril, como si necesitara sostenerse.
—Pido perdón a las víctimas por ser asesinadas por un Estado asesino.
Habla de un Estado impune, un Estado que encubre, un Estado que no investiga, porque no quiere, porque no le interesa, porque no tenía voluntad política de descubrir a los culpables de las masacres, del asesinato sistemático de civiles en Colombia, como prefiere describirlo.
—En Colombia hubo un genocidio reciente, porque ha habido muchos.
Este genocidio al que se refiere buscaba destruir “enemigos” del Estado, porque en la historia del país enseñaron que una parte es enemiga y no hermana de la otra. Por eso, señala, la acción o la omisión del Estado en las masacres lo hace responsable de lo sucedido.
Luego habla de los muertos de las guerras en Europa, de nuestros muertos en tantos años de conflicto armado, de que el nuestro no es un Estado social de derecho sino un Estado que asesinó a sus ciudadanos, que este reconocimiento de responsabilidad no solo es importante, porque es simbólico, sino porque el Estado que ahora dirige debe pasar a los hechos y reparar a sus víctimas, que la vida está por delante de los negocios, que la sociedad colombiana será mejor si no repite lo que ya vivió.
—En nombre del Estado les pido perdón a las víctimas. El Estado reconoce que los muertos no eran enemigos de nadie. Que los mataron porque sí, por designio del poder y que en sus muertes estuvo el Estado presente, con cómplices. El Estado ordenó matar y quiso ocultar a los autores.
Un Estado asesino, dijo; un Estado impune, dijo; un Estado que pide perdón, insistió, 16 años después. En el fondo, en el auditorio, aún lloran quienes no pudieron llorar cuando les mataron a los suyos.