*Columna escrita por Fredy Chaverra
Así pase de agache ante la opinión pública, uno de los mayores retos que actualmente tiene el Gobierno nacional es darle norte al Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos -PNIS- , un compromiso derivado del Acuerdo de Paz que se ha convertido en un dolor de cabeza, no solo porque representa la política de desarrollo alternativo más costosa que alguna vez se haya implementado en los principales núcleos cocaleros del país -con 2,3 billones invertidos hasta marzo de 2023 (Defensoría del Pueblo, 2023)-, sino por sus precarios resultados: a seis años de su puesta en marcha menos del 1% de las 99.097 familias vinculadas se había “graduado” en la ruta de sustitución.
No me cabe la menor duda de que el estruendoso fracaso del PNIS ya está sobrediagnosticado. Empezó a los pocos meses de su lanzamiento en el último tramo del segundo gobierno Santos, siendo resultado del afán de la entonces Alta Consejería para el Posconflicto -en cabeza de Rafael Pardo- para mostrar resultados inmediatos de erradicación, lo que llevó a la suscripción desordenada y sin ningún principio de precaución de cientos de miles de acuerdos colectivos en comunidades que por primera vez le creyeron al Estado en su compromiso por implementar un programa de sustitución voluntaria.
Para Santos, el PNIS solo fue una fotografía necesaria para satisfacer las expectativas de sus aliados en la comunidad internacional; sin embargo, para la gran mayoría de familias que voluntariamente se acogieron a un programa que se vendió como la mayor promesa de transformación rural en las zonas olvidadas, el PNIS, en medio de una incontenible espiral de incumplimientos, se convirtió en una sigla asociada a la profundización de la pobreza, el abandono, la desidia y la corrupción.
Y cada mérito a quien corresponda: no es posible comprender el fracaso del PNIS sin evidenciar la responsabilidad que le asiste a Santos.
Ahora bien, con Petro, el programa no ha salido del limbo que dejó el gobierno Duque. No Resulta sencillo administrar una política tan fracasada y el presidente, con cierto aire de frustración, solo se ha limitado a calificarla como un “antro de corrupción”. Su expectativa se concentra en darle “cierre” e implementar un nuevo programa de sustitución, uno diseñado sobre dos principios: la gradualidad en la erradicación y la asociatividad en los proyectos productivos.
Personalmente, creo que el PNIS se edificó sobre dos premisas ingenuas: en la primera, se creyó que la familias beneficiarias ingresarían a un acelerado proceso de reconversión económica solo arrancando la “mata”, es decir, que en cuestión de meses harían tránsito hacia una economía lícita (como si el Estado colombiano no se caracterizara por su excesiva burocracia y lentitud); y en la segunda, que con proyectos individualizados de pequeña escala productiva bastaba para hacerle competencia a la económica transnacional y globalizada del narcotráfico. Algo absurdo.
Considero que la sostenibilidad de un programa de sustitución se encuentra en: uno, la reconversión productiva (no solo es reemplazar una mata por otra); dos, la ampliación en la oferta de bienes y servicios públicos; tres, la industrialización del campo con la creación de incentivos a la asociatividad, la comercialización y la formalización; cuatro, la integración de enfoques de atención diferencial en las Zonas de Manejo Especial -ZME-; y cinco, la generación de condiciones de seguridad y permanencia en el territorio. Sin condiciones de seguridad cualquier programa de sustitución está condenado al absoluto fracaso.
Por el momento, no es claro cómo el gobierno piensa sacar al PNIS de su limbo o cómo avanzará en su “cierre”. Con este tema, tan importante, pero a su vez tan olvidado por la opinión pública, siempre hay más incertidumbre que certeza.